Siempre fui una chica rara, mi madre me decía que tenía alma de
camaleón. Ninguna brújula de moralidad señalándome cual era el norte, ninguna
personalidad estable. Sólo una indecisión interior que era tan grande y tan
vacilante como el océano. Y si dijera que no fue mi intención que todo se
tornara de esta manera, estaría mintiendo, porque nací para ser la otra mujer.
Yo no le pertenecía a nadie, que le perteneciera a todo mundo, que no tuviera
nada. Lo quería todo con el ardor de cada pequeña experiencia y una obsesión de
libertad que me aterrorizaba al punto de que no podía hablar al respecto, y que
me impulsó a un punto nómade de locura que me deslumbraba y me mareaba.
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